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domingo, 24 de julio de 2016

TEORÍA DEL VIAJE. Michel Onfray

EN "TEORÍA DEL VIAJE", EL FRANCÉS PROSIGUE SU INVENTARIO HEDONISTA INICIADO CON "LA RAZÓN DEL GOURMET" CON UNA INDAGACIÓN SOBRE LA ÉPICA VIAJERA QUE FUNCIONA COMO PRETEXTO PARA DISCURRIR SOBRE LA MANERA EN QUE LA SUBJETIVIDAD CIFRA LA CAPTACIÓN DE UN TERRITORIO.Resultado de imagen para michel onfrayResultado de imagen para michel onfray

En "Teoría del viaje", el filósofo francés Michel Onfray prosigue su inventario hedonista iniciado con "La razón del gourmet" con una indagación sobre la épica viajera que funciona como pretexto para discurrir sobre la manera en que la subjetividad cifra la captación de un territorio, y donde se da tiempo para condenar el abuso de los dispositivos tecnológicos que simplifican la experiencia del desplazamiento.

"Viajar supone menos el espíritu misionero, nacionalista, eurocéntrico y estrecho, que la voluntad etnológica, cosmopolita, descentralizada y abierta. El turista compara, el viajero separa. El primero se queda a las puertas de una civilización, roza una cultura y se contenta con percibir su espuma; el segundo intenta entrar en un mundo desconocido sin prevenciones, como espectador libre de compromisos, deseoso de captar su interior", suelta el ensayista en uno de los tramos más venosos del libro.

Onfray es preciso en su taxonomía del buen viajero, aquel que abjura de la arquitectura conceptual del turista. Acaso la mayor diferencia entre estas dos categorías que a veces funcionan como sinónimos es la condición excluyente que el autor asigna al primero: la necesidad de inventarse una inocencia.

La inocencia se presenta entonces como un artilugio que supone el olvido -pero no la negación- de aquello que se ha leído o aprendido sobre un territorio remoto y permite sustraerse de los prejuicios sobre la forma de viaje y el rechazo de la mirada egocéntrica.

Nada más difícil -admite Onfray- que disociarse de los prejuicios con los que una cultura observa y calibra a las demás: en esa línea, desplazarse hacia lo desconocido es confrontarse con los lugares comunes que una sociedad ha construido en torno a lo ajeno. "Encerrar a pueblos y países en tradiciones reducidas a dos o tres pobres ideas tranquiliza, porque siempre es agradable someter la inabarcable multiplicidad a la unidad fácilmente abarcable", señala el autor de "Teoría del cuerpo enamorado".

Dos modos de estar en el mundo, representados en las figuras arquetípicas del pastor y el agricultor, identifica Onfray en el comienzo de su exploración sobre la épica viajera. Son las formas que asume la dialéctica que confronta el cosmopolitismo de los viajeros nómadas con el nacionalismo de los campesinos sedentarios, una tensión que arranca en el neolítico y reaparece cíclicamente "hasta las formas más contemporáneas del imperialismo".

Onfray interrumpe su foco de estudio para perderse en uno de los tantos puntos de fuga que ofrece este texto escrito en 2007 pero recién ahora publicado en español por el sello Taurus: esta primera digresión está dedicada a demostrar cómo las ideologías dominantes han ejercido sucesivamente su violencia sobre las culturas nómadas.

"Los imperios se constituyen siempre sobre la reducción a la nada de figuras errantes o pueblos móviles. El nacionalsocialismo alemán celebró la raza aria sedentaria, arraigada y fija, al mismo tiempo que designaba a sus enemigos: los judíos y los gitanos nómades, sin raíces, móviles y cosmopolitas, sin patrias, sin tierras. El estalinismo ruso procedió de la misma manera, persiguiendo él también a los semitas", escribe.

En su genealogía de la dominación, el filósofo se detiene en el capitalismo contemporáneo, al que acusa de condenar con la ausencia de domicilio y el desempleo (con "el envilecimiento de los cuerpos y la imposibilidad de un refugio") a todo aquel que se presente irreductible para el mercado, "la patria de los adinerados".

La atracción por el desplazamiento, el culto a la libertad, la sed de lo inesperado y lo fortuito condensan el sustrato viajero que lleva a impugnar el tiempo colectivo en pos de un tiempo singular ramificado en pequeños instantes festivos: "El arte del viaje induce a una ética lúdica, una declaración de guerra a cuadricular y cronometrar la existencia", apunta Onfray.

Pero la mística viajera tiene sus objeciones y el autor de "El deseo de ser un volcán" las concentra en el abuso de los dispositivos tecnológicos, en la trampa que significa disponer de pantallas que al reflejar orografía y costumbres con precisión milimétrica empobrecen el imaginario viajero y reducen el mundo a una literalidad extrema. "El deseo del viaje se alimenta mejor de fantasmas literarios o poéticos que de propuestas empobrecidas por un exceso de apariencias de una realidad simplificada", enfatiza.

Un mapa enumera las ideas que tenemos del mundo, no su realidad. Sin embargo, son el punto de partida ineludible de una travesía a pesar de que, como dirá Onfray más adelante, "el viajero necesita menos una capacidad teórica que una aptitud para la visión".

¿Cuando se inicia realmente la experiencia del viaje? ¿En qué momento la geografía próxima a explorar empieza a interpelar la identidad del viajero extrayendo de él un pliegue extraño o novedoso? Para Onfray, la travesía comienza invariablemente como una experiencia sedentaria que toma como punto de partida una biblioteca, una librería o el espacio personal donde por primera vez se alistan guías, imágenes y mapas frente a los ojos del viajero.

La lectura opera entonces como un rito iniciático, la antesala a ese desajuste de los sentidos que supone todo viaje. El siguiente hito será el momento en el viajero cierra la puerta de su casa y se sume en ese insterticio crucial entre el punto de referencia y el de destino, que Onfray describe como un intervalo disipado en el que se diluyen las rigideces sociales y el viajero se confronta a un paisaje que habilita el intercambio, la confidencia.

"En los intervalos, cuando las referencias de civilización desaparecen, el cuerpo tiende a recuperar sus señales naturales y obedece más fervientemente a la soberanía de sus ritmos biológicos: come y bebe cuando tiene hambre y sed, y duerme en el momento en que el sueño lo requiere. Al prescindir de los cálculos, de las máquinas de medir el tiempo, de los relojes, al suprimir las referencias naturales, el cuerpo va hacia su verdad profunda y visceral, animal", consigna el ensayista.

En el capítulo titulado "Atrapar la memoria", Onfray se dedica a radiografiar las maneras en que se resignifica una travesía: ¿qué registros sobreviven y cristalizan en el recuerdo como mojones que sintetizan el asombro, la interrogación, la perplejidad y la alegría que labran la experiencia del viajero?

En ese punto, Onfray vuelve a cargar contra los soportes tecnológicos que adulteran la construcción de la memoria, ese "diluvio de rastros" que consiste en registrarlo todo y de esa manera reducir la experiencia a un archivo fílmico asfixiado por la pura literalidad. "Del viaje no deberían quedar más que tres o cuatro señales, cinco o seis a lo sumo. De hecho, tantas como los puntos cardinales necesarios para orientarse", acota el autor.

Onfray reivindica la experiencia de la escritura como la única capacitada para rendir cuentas de la totalidad de los sentidos, a pesar de que ya casi sobre el final del texto admitirá: "El mundo resiste a la tentativa de ponerlo en palabras".

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