FILOSOFIAFEROZ

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APUNTES DE FILÓSOFOS IMPRESCINDIBLES

domingo, 28 de julio de 2013

Deleuze sobre Foucault

Diario de un curso magistral sobre el poder



Gilles Deleuze dictó un curso en 1985 sobre Foucault que acaba de ser traducido y donde explicaba por qué Para “entender cualquier época” hay que ser foucaultiano.


Un grito de guerra: “¡Vengo a partir las palabras!”. Un abrazo de luchadores, en el que se trenzan y se repelen las palabras y las imágenes. El murmullo del anonimato: “Hay que leer los diarios de las nodrizas”. Con escenas que parecen piedras preciosas, Gilles Deleuze va extrayendo los principios del método de investigación de Michel Foucault: guerrero, minucioso, más apasionado por ver y escuchar que por hablar. Si es ya famosa la frase de Foucault que presagió que este siglo XXI sería deleuziano, leyendo El saber. Curso sobre Foucault (Editorial Cactus) escuchamos a Deleuze explicar por qué para entender cualquier época hay que ser foucaultiano.
En estas clases dictadas entre octubre y diciembre de 1985, traducidas al castellano ahora por primera vez, la arqueología como disciplina dedicada al archivo se revela en su fuerza analítica y en su potencia conceptual. El archivo, dice Deleuze leyendo a Foucault, no es más que el compendio audiovisual de una época: lo que ella ve y dice. Entonces, primer paso para el investigador: encontrar allí un corpus, es decir, un conjunto de palabras, de frases, de proposiciones y de actos de habla (para investigar enunciados). O puede ser un corpus de objetos, de cosas, de cualidades sensibles (para investigar visibilidades). Porque investigar tiene que ver con cómo una forma de hablar se vincula a una forma de ver y eso se lo detecta sólo si definimos un corpus, un campo problemático. En ese entremezclarse (belicoso, de captura mutua) entre el ver y el hablar se constituye el saber. Ver y hablar nunca se corresponden, ni se explican, ni se referencian: son formas heterogéneas. De allí se deriva el problema de la verdad, que ya no puede pensarse como la adecuación entre lo que se ve y lo que se dice. Los saberes son determinadas relaciones no lineales ni unívocas entre enunciados y visibilidades. Relaciones que se desbordan siempre hacia relaciones de fuerza.
¿Pero cómo elegir bien un corpus? Hay que buscar donde hay focos de poder y focos de resistencia a ese poder. Allí está el inicio de la fórmula foucaultiana de que saber y poder son inmanentes. No hay nada previo al saber, no hay saber que no sea poder.
Más aclaraciones para ir tomando con calma, dirá Deleuze a sus estudiantes: el saber no se reduce al conocimiento ni es necesariamente científico. El saber es una cuestión de prácticas (discursivas y no discursivas). Será el primero de los tres ejes o coordenadas que Foucault despliega como su propio plan de investigación: saber, poder y deseo. El trípode del corpus foucaultiano se revela como ring de todas las batallas.
Foucault padecía de miopía, recuerda Deleuze. Por eso tal vez, cuando Foucault ve siempre habla de “destello”, “centelleo”, “resplandor”. Y Deleuze practica sobre su amigo ese mismo prisma: Foucault destella, centellea, resplandece frente al modo en que Deleuze lo describe, lo enseña a sus alumnos, lo desmenuza en su modus operandi. Extraigamos tres de esas imágenes conceptuales. Uno: Foucault como “pensador de la dispersión”. Frente al estereotipo del Foucault obsesionado por los ámbitos de encierro, Deleuze destaca al Foucault fascinado por el pensamiento del afuera (tomando la fórmula de Blanchot) y por las multiplicidades. De hecho, ese punto será la superficie de contacto más ancha y porosa entre Deleuze-Foucault: “Y si me animara a responder a una pregunta que uno de ustedes me había planteado amablemente sobre mi relación personal con Foucault, diría que una de las cosas que me une y que más me ha unido a él, es que yo también giraba alrededor de una tentativa para hacer una tipología de las multiplicidades. Sobre bases distintas a las suyas, y pareciéndome las suyas extremadamente profundas”. Dispersión como multiplicidad. Dos: Foucault como inventor de un método que “hace presentir cosas”. El método de Foucault no es un conjunto de reglas fijas, es un método de invención. Y Deleuze los interpela desde ese lugar a sus alumnos: ¡construyan sus propios problemas! Para eso “lo esencial es que presientan. Yo siempre apelo a vuestro presentimiento… Quiero decir que hay un modo de presentimiento filosófico sin el cual no comprenden nada”.
Por último: Foucault buscando el antipersonalismo absoluto. Es la diagonal impersonal, maquínica, del “se habla” o “se ve”: se trata de centrar el análisis en las relaciones de fuerza más que en la obsesión por la primera persona. O en todo caso, la sensibilidad de Foucault pasa por cómo el poder no para de hacernos hablar ni de sacarnos a la luz. El poder finalmente organiza los dos polos del saber: “yo te hago hablar, yo te doy a ver”. El antipersonalismo es otro modo de nombrar la fascinación de Foucault por los hombres infames: un hombre cualquiera que por razones circunstanciales y por un momento es puesto a la luz por el poder y forzado a explicarse ante él. Ahí se escucha la risa de Foucault y la anticipación del próximo tomo de Cactus: El poder. Curso sobre Foucault . Seguro en él ya se presentirá también el tercero, la cuestión del deseo a la que Foucault se consagra al final de su vida.
Otras fuentes sobre Foucault
Foucault. Gilles Deleuze, Ed. Paidós.
Deleuze. Michael Hardt, Ed. Paidós.
www.seminariofoucault.ecaths.com
http://michel-foucaultarchives.org/
http://www.educatina.com/sociologia/michel-foucault-yla-microfisica-del-poder

viernes, 12 de julio de 2013

Alain Badiou- El mito de la caverna


El mito de la caverna

Uno de los pasajes más célebres del diálogo platónico, aquel en que Sócrates presenta su alegoría del mundo de las ideas, muda de escenario en la versión del intelectual francés: las sombras ilusorias se proyectan sobre una pantalla de cine
Por   | 

¿Por qué no? Imaginen una gigantesca sala de cine. Adelante, la pantalla, que sube hasta el techo -pero es tan alto que todo eso se pierde en la sombra-, le corta el paso a toda visión de otra cosa que no sea ella misma. La sala está colmada. Desde que existen, los espectadores están aprisionados en su asiento, con los ojos fijos en la pantalla y la cabeza sostenida por auriculares rígidos que les cubren los oídos. Detrás de esas decenas de millares de personas clavadas a sus butacas, hay, a la altura de las cabezas, una vasta pasarela de madera, paralela a la pantalla en toda su longitud. Detrás aun, enormes proyectores inundan la pantalla con una luz blanca casi insoportable.
-¡Qué lugar tan raro! -dice Glaucón.
-No mucho más que nuestra Tierra? Por la pasarela circulan toda suerte de autómatas, muñecas, siluetas de cartón, marionetas, sostenidos y animados por invisibles titiriteros o dirigidos por control remoto. Así pasan una y otra vez animales, camilleros, guadañeros, automóviles, cigüeñas, gente cualquiera, militares en armas, bandas de jóvenes de las afueras, tórtolas, animadores culturales, mujeres desnudas? Unos gritan, otros hablan, otros tocan el cornetín de pistón o el bandoneón, otros no hacen más que apurarse en silencio. En la pantalla se ven las sombras que los proyectores recortan en ese incierto carnaval. Y la muchedumbre inmóvil oye, a través de los auriculares, gritos y palabras.
-¡Mi Dios! -puntualiza Amaranta-. Extraño espectáculo, ¡más extraños aún los espectadores!
-Pues se nos parecen. ¿Ven ellos de sí mismos, de sus vecinos, de la sala y de las escenas grotescas de la pasarela, otra cosa que las sombras proyectadas en la pantalla por el torrente de las luces? ¿Oyen otra cosa que lo que les emite su casco?
-Ciertamente nada -exclama Glaucón-, si su cabeza está inmovilizada desde siempre sólo en dirección a la pantalla y sus oídos, tapados por los auriculares.
-Y tal es el caso. No tienen entonces ninguna otra percepción de lo visible que la mediación de las sombras, y ninguna otra de lo que se dice que la de las ondas. Si se supone, incluso, que inventan recursos para discutir entre ellos, le atribuirán necesariamente el mismo nombre a la sombra que ven y al objeto, que no ven, del cual esa sombra es la sombra.
-Sin contar -agrega Amaranta- que el objeto en la pasarela, robot o marioneta, es ya él mismo una copia. Se podría decir que no ven más que la sombra de una sombra.
-Y -completa Glaucón- que no oyen más que la copia digital de una copia física de las voces humanas.
-¡Y sí! Esos espectadores cautivos no tienen ningún modo de concluir que la materia de lo Verdadero es otra cosa que la sombra de un simulacro. ¿Pero qué pasaría si, rotas las cadenas y curada la alienación, su situación cambiara de todo en todo? ¡Atención! Nuestra fábula toma un cariz muy diferente. Imaginemos que se desata a un espectador, que se lo fuerza de pronto a levantarse, a volver la cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda, a caminar, a mirar la luz que emana de los proyectores. Por supuesto, va a sufrir por todos estos gestos inhabituales. Deslumbrado por los flotes luminosos, no puede discernir todo aquello cuyas sombras, antes de esta conversión forzada, contemplaba con tranquilidad. Supongamos que se le explica que su antigua situación sólo le permitía ver el equivalente, en el mundo de la nada, de las charlatanerías, y que es ahora cuando está cerca de lo que es, cuando puede enfrentarse a lo que es, de tal suerte que su visión es al fin susceptible de ser exacta. ¿No se quedaría atónito? ¿No se sentiría molesto? Será mucho peor si se le muestra, en la pasarela, el desfile de los robots, las muñecas, los fantoches y las marionetas, y si, a fuerza de preguntas, se le intenta hacer decir qué es todo aquello. Porque es seguro que las sombras anteriores serán aun, para él, más verdaderas que todo lo que se le muestra.
-Y en cierto sentido -observa Amaranta- lo son: ¿una sombra que valida una experiencia repetida no es más "real" que una repentina muñeca cuya proveniencia se ignora?
Inmóvil, tan incómodo como maravillado, Sócrates mira fijamente a Amaranta con sus ojos en silencio. Luego:
-Hay que ir hasta el final de la fábula, sin duda, antes de concluir en cuanto a lo real. Supongamos que se obliga a nuestro cobayo a mirar con fijeza los proyectores. Eso le hace atrozmente mal a los ojos, quiere huir, quiere volver a encontrar lo que soporta ver, esas sombras cuyo ser, según estima, es mucho más seguro que los objetos que se le muestran. Entonces, unos rudos mocetones a quienes les hemos pagado lo sacan sin miramientos de las filas de la sala. Le hacen pasar una pequeña puerta lateral disimulada hasta aquí. Lo echan en un túnel mugriento por el cual se desemboca, al aire libre, en los flancos iluminados de una montaña en primavera. Deslumbrado, se cubre los ojos con mano débil; nuestros agentes lo empujan en la pendiente escarpada, por largo tiempo, ¡cada vez más alto! ¡Más alto aún! Llegan a la cumbre, en pleno sol, y allí lo abandonan los guardias, que descienden de la montaña y desaparecen. Helo aquí solo, en el centro de un paisaje ilimitado. El exceso de luz devasta su conciencia. ¡Y cómo sufre por haber sido así arrastrado, maltratado, expuesto! ¡Cómo odia a nuestros mercenarios! Poco a poco, sin embargo, trata de mirar, hacia las crestas, hacia los valles, el mundo resplandeciente. Primero se enceguece por el esplendor de cada cosa y no ve nada de todo aquello de lo que decimos comúnmente: "Eso existe, está en verdad ahí". No es él quien podría decir como Hegel ante la Jungfrau, con un tono despreciativo, "das ist", eso sólo es. Intenta, no obstante, habituarse a la luz. Después de muchos esfuerzos, bajo un árbol aislado, termina por discernir el trazo de sombra del tronco, el recorte negro de las hojas, que le recuerdan la pantalla de su antiguo mundo. En un charco al pie de un peñasco alcanza a percibir el reflejo de las flores y de las hierbas. De allí pasa a los objetos mismos. Poco a poco, se va maravillando con los bosquecillos, con los pinos, con una oveja solitaria. Cae la noche. Al levantar los ojos hacia el cielo, ve la luna y las constelaciones, y aun alzarse a Venus. Sentado rígido sobre un viejo tronco, espía a la radiante. Ella emerge de los últimos rayos y, cada vez más brillante, declina y se abisma a su vez. ¡Venus! Al fin, una mañana, es el sol, no en las aguas modificables, ni según su reflejo exterior, sino el sol mismo, en sí y para sí, en su propio lugar. Lo mira, lo contempla, sumido en la beatitud de que sea tal cual es.
-¡Ah! -grita Amaranta-. ¡Qué ascensión nos describe! ¡Qué conversión!
-Gracias, jovencita. ¿Harías tú lo mismo que él? Porque él, nuestro anónimo, aplicando su pensamiento a lo que ve, demuestra que de la posición aparente del sol dependen las horas y las estaciones y que, de tal modo, el ser-ahí de lo visible está suspendido a ese astro, de modo tal que se puede decir: sí, el sol es el regente de todos los objetos de los que nuestros antiguos vecinos, los espectadores de la gran sala cerrada, no ven sino la sombra de una sombra. Al evocar así su primera morada -la pantalla, el proyector, las imágenes artificiales, sus compañeros de impostura-, nuestro evadido involuntario se regocija de haber sido echado de allí y siente piedad por todos aquellos que se quedaron clavados en su butaca de visionarios ciegos.
-Rara vez la piedad -objeta Amaranta- es buena consejera.
-¡Ah! -responde Sócrates, fijando en ella sus pequeños ojos negros y duros-, eres sin duda una jovencita: violenta y sin piedad. Volvamos pues al pensamiento puro. En el reino de los artificios, en la caverna de lo aparente, ¿quién tenía entonces el primer rol? ¿Quién podía vanagloriarse de aventajar a los otros, sino aquel cuyo ojo penetrante y cuya memoria sensible registraban las sombras pasajeras -localizando las que volvían a menudo, las que raramente se veían, las que pasaban agrupadas o siempre solitarias-, aquel que era el más apto, en suma, para percibir lo que iba a sobrevenir en la superficie apremiante de lo visible? ¿Creen que nuestro evadido, después de haber contemplado el sol, estaría celoso de esos adivinos del juego de las sombras? ¿Que envidiaría su superioridad y desearía gozar de las ventajas que de ella sacan, por más grandes que sean? ¿No sería más bien como Aquiles en laIlíada, que prefería cien veces ser un siervo atado a la gleba y a la carreta en lugar de vivir, como lo hacía, en una suntuosidad puramente ilusoria?
-¡Oh, Sócrates! Lo veo a usted también, extasiado, esconderse detrás de Homero -se burla Amaranta.
-Después de todo, soy griego -murmura Sócrates, a la defensiva.
-¿Y si -interrumpe Glaucón, que teme una querella- imagináramos que nuestro evadido desciende realmente a la caverna?
-Estará forzado a ello -dice Sócrates con un aire grave-. En todo caso, si regresa a su lugar, serán esta vez las tinieblas las que, después de la iluminación solar, lo cieguen de pronto. Y si, incluso antes de que sus ojos hayan vuelto a acostumbrarse a la sombra, entra en competencia con sus antiguos vecinos, que nunca dejaron su butaca, para anticipar el devenir de lo que se proyecta en la pantalla, será sin duda alguna el cómico de la fila. Se murmurará por todas partes que sólo salió y subió tan alto para volver miope y estúpido. Consecuencia inmediata: ya nadie tendrá la más mínima gana de imitarlo. Y si, habitado por el deseo de compartir con ellos la Idea del sol, la Idea de lo Verdadero visible, intenta desatarlos y conducirlos para que, como él, sepan qué es el nuevo día, creo que lo atraparán y lo matarán.
-¡Se le va la mano!- dice Glaucón.
-Es que uno de esos adivinos despreciables de los que se burlaba ayer por la tarde tu hermana me lo ha anunciado: me matarán, a mí, Sócrates, porque aún a los 70 años me obstinaré en preguntar dónde está la salida de este mundo oscuro, dónde está el verdadero día.

lunes, 1 de julio de 2013

LA MUJER EN LA FILOSOFÍA

La historia de la filosofía está repleta de egregias figuras femeninas que, sin embargo, han pasado desapercibidas. ¿Por qué? Nos preguntamos en estas páginas. Por Carlos Javier González Serrano



Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), mujer culta y ampliamente respetada en su tiempo (aunque más tarde fuera olvidada), gran seguidora de los escritos de Montaigne, aseguraba en su obra Sobre la igualdad de hombres y mujeres que “estrictamente hablando, el ser humano no es ni masculino ni femenino: los sexos distintos no están ahí para establecer y señalar una diferencia, sino que sirven solamente para la reproducción. La única característica esencial radica en el alma dotada de inteligencia”. Marie decidió permanecer soltera y, producto de su gran cultura y tesón para el estudio, fue artífice de uno de los salones franceses más eminentes en el que se reunían intelectuales de diverso calado donde se hablaba sobre literatura, política o filosofía. El mismísimo cardenal Richelieu fue un confeso admirador de Marie.
Apoyándose en algunas tesis del mencionado Montaigne (que llegó a tratar a nuestra protagonista como a una “hija adoptiva espiritual”), De Gournay centró su pensamiento en la reflexión sobre la muerte y en la necesidad de imprimir un sentido a nuestra vida. Pero, sobre todo, puso sobre el tapete la cuestión del género al afirmar que si bien hombre y mujer se diferencian físicamente, en su interior, sin embargo, albergan una característica idéntica: poseen un alma. Y es que no dudó en denunciar que si las mujeres no alcanzaban puestos más destacados en el panorama cultural de la Francia que le tocó en suerte vivir, era debido a la carencia de posibilidades para formarse.
Por esta razón, nunca dejó de animar a sus amigas y conocidas, a través de sus libros y en las reuniones que ella misma organizaba, a emplear su intelecto y a adquirir el aprendizaje necesario para situarse al mismo nivel intelectual que los hombres para, con el tiempo, demostrar la igualdad de los sexos a este respecto. En un breve texto titulado Quejas de las mujeres, harta de las falsas acusaciones que sobre ella se cernían (brujería, prostitución, demencia, “vieja solterona”, etc.) llegó a escribir que “más de uno dice treinta tonterías y todavía triunfa, por su barba o por el orgullo de sus supuestas capacidades”.

Poco más que niños grandes

Como explica el profesor mexicano Marco Arturo Toscano Medina, cuando la historia de la filosofía se ha hecho cargo de la mujer (aunque haya sido colateral y parcialmente), “da la impresión que se ocupa de una realidad que no es completamente humana”. Si tenemos en cuenta que la filosofía responde a la universal y perentoria necesidad humana de dar solución a los grandes interrogantes de la existencia, es difícil entender cómo hay quien ha intentado hacer de esta disciplina un campo destinado exclusivamente a los hombres. El problema es que, cada vez que las mujeres han intentado hacerse un hueco en la filosofía, prosigue Toscano Medina, han sido “condenadas a ser y existir en un mundo construido por el varón”, por lo que escapar de los fuertes prejuicios arraigados en la sociedad en cuestión ha supuesto un esfuerzo en ocasiones insuperable.
Immanuel Kant, por ejemplo, inmerso de lleno en el complejo contexto de la Ilustración, declaró en una clase del curso 1790–1791 que “las mujeres son siempre niños grandes, es decir, no se fijan nunca un objetivo, sino que se dejan caer ahora aquí, ahora allá, pero no contemplan objetivos importantes; esto último es tarea del hombre”. En aquella misma época, sin embargo, en la que el acceso de las mujeres a la cultura seguía sujeto casi por completo a la condición de que sus familias ostentaran un alto nivel económico, o que se decantaran por la vía religiosa de un monasterio, existían auténticas filósofas que se vieron condenadas a vivir bajo la sombra de las grandes figuras masculinas como el propio Kant, Fichte, Schelling o Hegel, entre otros ejemplos.

Libertad, igualdad y fraternidad... para ellos
Es el caso de Olympe de Gouges (1748–1793), autora de la primera declaración de los derechos de la mujer en 1791. En ella acusaba a la Asamblea Nacional de París de haber publicado una Constitución dirigida en exclusiva a los “hombres y ciudadanos”, en la que quedaban excluidas las mujeres.
Después de un matrimonio forzado con un viejo empresario, y tras quedar viuda, adujo sin temor que el casamiento supone “la tumba de la confianza y el amor”. En sus escritos, que tuvieron gran repercusión, trataba diversos temas (la religión, el matrimonio, el celibato, la sociedad, etc.). A pesar de que la revolución fuera acogida como un soplo de aire fresco por gran parte del pueblo francés frente a los abusos del Antiguo Régimen, bajo el estandarte del famoso lema revolucionario Libertad, igualdad, fraternidad, Olympe de Gouges pensaba que la situación de las mujeres, a pesar de todo, no había cambiado ni un ápice. Con una voluntad férrea, reclamó un trato de igualdad en cualquier aspecto para hombres y mujeres. Lo importante, pensaba, no es demostrar que la naturaleza de ambos sexos no difieren en lo esencial, sino obligar al Estado a que la ley les sea aplicada de igual forma: los derechos no son un privilegio que puedan dispensarse aleatoriamente. En su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, Olympe llamaba la atención a sus compañeras de esta forma: “Mujer, ¡despierta! La campana que toca la razón resuena por todo el universo; ¡conoce tus derechos! El reino poderoso de la naturaleza ya no está rodeado de prejuicios, fanatismo, escepticismo y mentiras. Solo la ley tiene derecho a poner límites a esta libertad cuando degenera caprichosamente, pero debe ser igual para todo el mundo”. El punto clave de la libertad, aseguraba la enérgica Olympe, reside en que la sociedad admita que cualquier ciudadano, sea cual sea su condición o su sexo, pueda progresar sin impedimentos artificiales mediante la libre ejercitación de sus capacidades. Olympe de Gouges murió ejecutada en defensa de esa misma libertad, tras oponerse frontalmente a la represión jacobina que por aquel entonces comandaban Marat y Roberspierre. La acusación del tribunal revolucionario: reaccionaria.

Contra el silencio
Si viajamos por un momento hasta la actualidad descubrimos, tras la aparición de los grandes grupos feministas del siglo XX, que lo que llamamos “masculinidad” y “feminidad” no son notas esenciales de la naturaleza humana, como pensaban Kant, Rousseau o Schopenhauer, sino constructos sociales o culturales que pueden ser modificados con el esfuerzo de una sociedad. Aquella expulsión premeditada de las mujeres del mundo de la cultura, afirma la profesora Rubí de María Gómez, “se expresa como omisión histórica que ha borrado los rastros dejados por mujeres. Afirmarse como mujer no significa dejar de ser parte de la humanidad”. Desde muy pronto, en mitos difíciles de fechar, el Sol fue identificado con el varón, junto a las características de la fuerza, la actividad y la responsabilidad, mientras que a la mujer se le adscribían notas más oscuras (Luna), como la falta de creatividad o la irracionalidad. Hasta bien entrado el siglo XX, escribe María Rosa Palazón, “el principal negocio femenino fue, pues, seducir para engendrar”.
Para evitar estridencias que pudieran afectar al tranquilo devenir masculino de la historia de la filosofía, la estrategia a seguir fue clara: silenciar el ejercicio intelectual de las mujeres. “Ha llegado el momento –continúa Palazón– de no seguir esgrimiendo la igualdad abstracta, inmersa en los marcos teóricos y la praxis en uso. Poco habremos avanzado si nuestro único objetivo es que las mujeres ocupen los oficios y los puestos de mando antes reservados para los hombres, respetando el mismo estatus opresor, injusto, enajenante y enajenado”.
Ya en el siglo XIX existieron algunas mujeres que, tras la aventura ilustrada en la que la filosofía prosiguió su recorrido eminentemente masculino, fueron conscientes de su condición y decidieron tomar parte activa en ella a través de la política y la filosofía. Hedwig Dohm (1831–1919), que vivió cerca y conoció de primera mano la élite intelectual de Berlín, fue una de ellas. Es necesario que se escriba menos teoría sobre las mujeres; ya era hora de que los postulados que quedaban expuestos en los libros se pusieran en práctica: lo relevante es examinar la vida cotidiana de cualquier mujer para darse cuenta de que su situación no es comparable a la de los hombres.

La conquista del voto
El período de la Ilustración no debía pasar en balde. Sus principios debían aplicarse sin excepción a todos los seres humanos: el derecho a la educación solo puede ser universal, la desigualdad es producto de la diferencia existente en el proceso de socialización entre mujeres y hombres. Solo de este modo, a través del desarrollo intelectual, pueden aquellas interesarse por la política e intervenir, así, en los temas que incumben a los miembros de cualquier sociedad. Para ello, sin embargo, era necesario el sufragio universal. A este respecto, Dohm escribía en uno de sus tratados, titulado La naturaleza y el derecho de las mujeres: “Exigimos el derecho al voto como nuestro derecho. Pero ¿por qué tengo que demostrar primero que tengo este derecho? Soy un ser humano, pienso, siento, soy ciudadana del Estado. ¿Por qué se equipara a la mujer con los idiotas y los criminales? No, con los criminales no. Al criminal se le priva de sus derechos políticos solo temporalmente; de modo que tan solo la mujer y el idiota pertenecen a la misma categoría política”.
No fue hasta finales del siglo XVII cuando se publicó por vez primera un libro bajo el título de Historia de las mujeres filósofas (en la actualidad se puede encontrar en la editorial Herder), escrito por Gilles Ménage y dedicado, según el autor, a “la más sabia de las mujeres actuales y del pasado”: Anne Lefebvre Dacier, una intelectual francesa, editora y traductora de clásicos griegos y latinos. Cuando Umberto Eco echó un vistazo a la obra, explicó que, tras haber hojeado al menos tres enciclopedias actuales sobre filosofía, no encontró ninguno de los nombres que cita Ménage en su llamativo libro. El autor italiano aseguró tras este análisis que “no es que no hayan existido mujeres que filosofaran; es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez después de haberse apropiado de sus ideas”.

Usurpando, que es mujer

Lo cierto es que Eco no andaba desencaminado. Una de las primeras mujeres conocidas bajo el título de scientific ladies (apelativo surgido en Inglaterra en el siglo XVII) fue Anne Finch Conway (1631–1679), quien, a pesar de sus achaques crónicos de migraña y de las dificultades económicas familiares, se dedicó fervientemente al estudio. Solo se conserva uno de sus escritos: Principios de la más antigua y más moderna filosofía, donde presenta la naturaleza (en oposición al sistema de Descartes) como un gigantesco organismo vivo, y no como una inerte máquina. Todos los cuerpos están repletos de vida, de manera que la oposición cartesiana de cuerpo y alma es, a ojos de Anne, innecesaria y superflua. El cuerpo es una suerte de espíritu concentrado, mientras que el espíritu, a su vez, es un cuerpo etéreo. Llamativamente, Conway llamó a cada una de estas sustancias vivas que pueblan el universo y que actúan en la naturaleza de un modo que resulta muy familiar: “mónadas”, cada una de las cuales son indivisibles, y que, además, encierran en su totalidad la complejidad del mundo. Sin embargo, el concepto de mónada ha pasado a la historia de la filosofía como un concepto propio del sistema de Leibniz, quien no tuvo reparos en explicar en distintos lugares de su obra que las ideas de Conway le habían influenciado hondamente.

La extraña pareja... igualitaria

Otro ejemplo del influjo que las mujeres han tenido en la historia de la filosofía es el de Harriet Hardy Taylor Mill (1807–1858), esposa de uno de los pensadores más estudiados en las facultades de Humanidades y Ciencias Económicas,
John Stuart Mill. Este, concienciado de la injusta situación que vivían las mujeres casadas, renunció a todos los derechos que el contrato matrimonial le otorgaba sobre Harriet. Ambos se influyeron mutuamente y de su trabajo conjunto emanaron algunas de las tesis más importantes del pragmatismo de John: todos los seres humanos albergan el mismo derecho a su realización personal para, así, obtener la felicidad; la lucha por la igualdad y la emancipación de las mujeres; el derecho de autodeterminación, etc. En uno de los escritos de Harriet leemos: “Por qué cada mujer tiene que ser mero accesorio de un hombre, sin que se le permita tener intereses propios: la única razón que se puede dar es que así lo quieren los hombres. Los que tienen el poder consiguen que los súbditos consideren durante mucho tiempo como sus virtudes apropiadas aquellas cualidades y aquella conducta que agradan a los gobernantes”.

El camino por andar

Aunque hemos repasado solo algunos de los ejemplos menos conocidos, es indudable que el campo de la filosofía realizada por mujeres está repleto de ejemplos aún por descubrir esperando a que alguien les dé voz. A modo de homenaje y como invitación para la investigación de los lectores de Filosofía Hoy, también debemos mencionar por su importancia a Hipatia, Diotima, Fintis, Marguerite Porète, Christine de Pizan, Teresa de Ávila, Margaret Cavendish, Emily Dickinson, Rosa Mayreder, Rosa Luxemburgo, Alexandra Kollontai, Lou Andreas-Salomé, Simone Weil, Indira Gandhi, Simone de Beauvoir, Sarah Kofman, Natalia Ginzburg, Victoria Camps o Martha Nussbaum, sin olvidar a aquellas que, con la ayuda de la literatura, hicieron del mundo un lugar más habitable, como las hermanas Brönte, Safo, Jane Austen, Gabriela Mistral, Flora Tristán, George Sand, Ana María Matute o Virgina Woolf. Y es que “un día existirá la muchacha y la mujer cuyo nombre no signifique meramente una oposición a lo masculino, sino algo por sí, algo que no se piense como un "completamiento" y un límite, sino solo vida y existencia: la persona femenina” (Rilke). ❖ Carlos Javier González Serrano