FILOSOFIAFEROZ

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APUNTES DE FILÓSOFOS IMPRESCINDIBLES

viernes, 1 de enero de 2016

Iniciamos 2016 con PIERRE KLOSSOWSKI

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Pierre Klossowski escribió volúmenes enteros sobre el Marqués de Sade (Sade mi vecino, 1947) y Friedrich Nietzsche(Nietzsche y el círculo vicioso, 1969), un número de ensayos, y cinco novelas, entre estas últimas destacan el clásico erótico Roberte esta noche, parte de su trilogía Las leyes de la hospitalidad, y la transgresiva pieza El Bafomet. Tradujo textos importantes de VirgilioWittgensteinHeideggerKafkaNietzsche y Walter Benjamin al idioma francés, trabajó en películas y era también un prolífico ilustrador, representando varias escenas de sus novelas. Klossowski participó en varias ediciones de la revista de Georges BatailleAcéphale, en los años 1930.
Tuvo un papel menor en la película de Robert BressonAu hasard Balthazar. Estuvo involucrado en algunas otras películas del director francés Pierre Zucca y del chileno Raúl Ruiz, y su texto sobre Sade es citado en Salò o los 120 días de Sodoma.
Pierre Klossowski murió el 12 de agosto de 2001, de causas naturales, seis meses después de la muerte de su hermano Balthus. Sus cenizas descansan en el Cementerio de Obras de Arte de Morille, un pueblito español.
El último libertino
                Pierre Klossowski (1905-2001)
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Por Alan Pauls

Seis meses después que su hermano menor, el pintor Balthus, Pierre Klossowski murió en París el domingo pasado, a los 96 años. Traductor, escritor, pintor y ocasional actor de cine, Klossowski tuvo un modesto cuarto de hora de fama entre fines de los años ‘60 y fines de los ‘70, cuando la Escuela Francesa de la Transgresión descubrió su pensamiento, se dejó hechizar por su enigmática figura de artista y envolvió su nombre, hasta entonces casi secreto, con la onda expansiva que lideraba el espectro de Georges Bataille. El pequeño boom Klossowski empezó cuando la facción sado-nietzscheana del ejército estructuralista le exhumó y reeditó un viejo artículo de 1947, “Sade, mi prójimo”, que el zeitgeist de entonces convirtió en un clásico instantáneo, y cuando la editorial Mercure de France publicó Nietzsche y el círculo vicioso, un ensayo complejo que, entre otras muchas osadías, releía la Genealogía de la moral en clave psicosomática y rastreaba la pista de una semiótica de las pasiones en la tortuosa relación que Nietzsche mantenía con su propio organismo. 

Más tarde, una estrella de la filosofía (Gilles Deleuze) y dos cineastas de vanguardia (Raúl Ruiz, Pierre Zucca) terminaron de arrancar la obra de Klossowski del subsuelo en el que respiraba, sacando a la luz las paradojas de su anacrónica modernidad. Deleuze le dedicó uno de los ensayos finales de la Lógica del sentido, donde ponía en evidencia su pasión por el simulacro y describía su trabajo como la voluntad tenaz de perder “toda identidad personal” y “disolver el yo”. Ruiz y Zucca, por su parte, fueron aun más audaces; adaptándolo al cine, se animaron a hacer visible el extraño mundo de ficción que Klossowski había inventado en su trilogía Las leyes de la hospitalidad (Roberte esta noche, de 1954; La revocación del edicto de Nantes, de 1959; y El apuntador o el Teatro de sociedad, de 1960), cuyos anzuelos más atractivos eran una lógica abstracta y diabólica, como de teólogo pervertido, y un erotismo gélido, decididamente conceptual, donde guantes de seda negra, escotes y fustas eran objetos de deseo tan codiciados como un razonamiento escolástico o una torsión sintáctica inspirada en Cicerón. 

Luego todo volvió a la normalidad y Klossowski, acaso aliviado, reanudó su vida de recluso. Después de todo, los que estaban llamados a exhibirse eran sus personajes literarios y pictóricos, no él, que siempre cultivó el perfil bajo de un monje severo, de una erudición inaudita, capaz de renunciar a la figuración para preservar el ardor de una experiencia privada llena de secretos deleites. (Algo de esa austera depravación destellaba en el personaje de avaro que Robert Bresson lo invitó a interpretar en Al azar Baltazar, en 1966; Klossowski aparecía allí en camisón, iluminado por un sol de noche, con cara de pájaro y orejas grandes como pantallas, y poco después sentaba en sus rodillas a la joven y cándida protagonista del film, no se sabe si para repasar sus oraciones o para violarla.) Modelada a imagen y semejanza de Denise, la mujer de Klossowski, el alma de Las leyes de la hospitalidad es Roberte, una burguesa drástica, moralmente intachable, que preside comisiones de censura y al mismo tiempo, empujada por su propio marido, que considera que “sólo alienando ese bien que es su esposa lo convierte en un bien inalienable”, se entrega a una corte de sexópatas formada por fisicoculturistas, enanos ubicuos y hasta su propio sobrino adolescente. Y el alma de sus cuadros, por los que a partir de 1970 renunció para siempre a escribir, son esos muchachitos indecisos, ángeles andróginos o hermafroditas, que miran al espectador con sospechosa perplejidad cada vez que un abrazo sexual finge sorprenderlos. 

El secreto y la exhibición –como la dialéctica irónica entre decir y mostrar– forman parte del corazón de la obra de Klossowski, no de su vida, que transcurrió más bien entre próceres literarios (fue hijastro de Rilke y secretario de Gide, que rechazó por obscenas sus ilustraciones para una edición de lujo de Los monederos falsos), entre libros (fuetraductor de Hölderlin, Benjamin, Nietzsche, Wittgenstein, Heidegger, y su versión de La Eneida de Virgilio dejó sin habla a Foucault), entre hábitos religiosos (pasó por todas: convento de benedictinos, noviciado de domínicos, limosnero en un campo de refugiados españoles...), entre amigos (esas veladas de los años ‘50, cuando dramatizaban con Waldberg y Perros las aventuras erótico-teológicas de Roberte mientras Roland Barthes tocaba el piano) y entre lápices de colores (sus cuadros, que alguna vez firmó como “Pierre el torpe”, son ejercicios diáfanos y apastelados que coquetean, pervirtiéndolo, con el realismo más academicista). “Para alegría de mis detractores”, dijo una vez, “retengan esto: no soy un ‘escritor’, ni un ‘pensador’, ni un ‘filósofo’: he sido, soy y seguiré siendo un monómano, alguien que privilegia una y otra vez, incansablemente, una única escena: la escena de un cuerpo que se entrega a la mirada de otro”.